Ya han pasado
quince días; demasiado tiempo para no haber contado mi encuentro
con los Aquilianos, pero eso también ha hecho que los recuerdos se hayan
asentado. Una vez superada la apatía de escribir os dejo con los recuerdos
de otra travesía.
Ya se han roto las
ataduras,
sólo la noche me
rodea,
me va robando la
memoria,
me acuna para que
me duerma.(*)
La misma noche, la misma plaza; otra vez la noche de Ponferrada
vuelve a ser testigo del inicio de la historia de los héroes de los Aquilianos.
Entre esos héroes, Ángeles y mi hijo Diego, y mi hermano, y los compañeros del
“Nunca correrás solo”, Diego, Daniel, Rodri, Rubén y Adolfo, y muchos amigos,
todos inconscientes soñadores.
Arrancamos, sin querer perturbar el descanso de la ciudad,
unos en estampida, otros andando y los más al trote, en busca del despertar de
la noche. Abandonamos Ponferrada por el remozado viejo puente de piedra, que
salva el río Boeza, para afrontar el primer repecho del día, el de Otero, donde
como siempre, el ladrido cansino de los mastines nos da su adiós. La noche,
ajena a todo, va regalando la luz de la mañana, y mostrando la belleza de lo
que nos espera, mientras trotamos la fuerte bajada en busca de otro río, el
Oza, hoy más ruidoso que otras veces; un camino que, contra su corriente,
pronto se convierte en senda de verdes robles y castaños que nos lleva al
avituallamiento de Villanueva de la Valdueza. Corto, rápido, sin perder un
minuto nos vamos a por el Alto de Pandilla, donde el sol juega al escondite entre
los pinos y nos deslumbra con sus primeros rayos. Rodar agradable para llegar a
San Clemente. Sombra, humedad, sudor, felicidad. Montes de la Valdueza, donde
los caminos de amistad se separan; donde los perfiles marcan las gestas.
A partir de aquí comparto el camino con Miguel, Diego y
Daniel; lo que tenga que ser ya será cosa de cuatro. El entorno sigue regalando sugestivas vistas que invitan al paseo parsimonioso más que al correr. Castaños
centenarios que conviven con pinos y encinas. Belleza en estado puro. Salvado el
collado de la Malladina transitamos por una verde pradera que plácidamente nos
lleva a Santiago de Peñalba. Cargamos todos los depósitos, los corporales y los
espirituales y nos despedimos de San Genadio.
Empieza lo bueno, estamos cerca del punto de no retorno,
donde la dura pendiente convierte las pasiones en realidad. Tranquilidad y paciencia.
La sensación, mi sensación va cambiando a media que asciendo; me empiezo a
sentir vulnerable. Esto no va. Mis piernas sufren a cada paso. Ando, paro,
respiro. Una mirada al cielo, un gesto de adversidad a la tierra. Ando, paro,
cojo aire. Me hubiese gustado que fuese de otra manera, pero es lo que hay.
Repienso la carrera. Calmo mi espíritu y procuro no pensar y disfrutar de lo
que rodea este sufrimiento. Por fin la “Silla la Yegua”, donde ya me esperan
mis compañeros.
El viento hace que cambie la sensación térmica o quizás es
que hace frio o fresco, que para los de León es lo mismo. No me paro a
pensarlo, me abrigo, como un poco y seguimos, no quiero que ese frio o esa
sensación térmica llegue a mis músculos. Con la primera bajada vuelvo a trotar,
lo que me hace ganar algo en confianza, aunque con la subida a “Pico Tuerto” regresan
las penas: Las piernas no van para arriba.
Recorrer el silencio de estas crestas me acerca a emociones que permanecerán en
mi memoria para siempre; pensar en ello me ayuda a superar la angustia del no
poder. “La Guiana” el final de lo peor.
Otro breve descanso, casi inexistente, para iniciar la
marcha hacia Ferradillo.
Salvamos el pedregoso cortafuego para volver a trotar por
pistas y caminos sombreados de pinos. Con el suave descenso ahuyento
sufrimientos y recupero sensaciones. El día vuelve a ser agradable. Ferradillo,
quizás el mejor avituallamiento de todos. Hablo con Ángeles, que ya están cerca
de Ponferrada, con lo que me quito un peso de encima.
Vamos a por el tramo final. Seguimos los cuatro juntos,
ya sin dejar distancias, como un mismo ente. La nueva senda nos despista hasta
que volvemos al recuerdo del viejo camino, ese que nos lleva de las cerezas de
Rimor a Toral de Merayo. Ya no corremos, ni tan siquiera trotamos, solo caminamos.
Cansados nos volvemos a encontrar con el Boeza. Se nos hace largo e interminable
este encuentro. El sonido de Ponferrada, el ruido de la gente, los tímidos
aplausos, Ángeles y Diego, nos anuncian el final, y hacen que nuestro caminar
se convierta en correr. La meta. El sufrimiento se convierte en sonrisa. Todo vuelve
a la normalidad. Todo ya es recuerdo.
Ahora que ya no la contemplo
para robarle su belleza.
Ahora que siento en mí el cansancio
de nuestras pobres razas viejas.(*)
(*) fragmentos del
poema de José Hierro “Noche final”.