Domingo, día 06 de octubre. Son las
10 de la mañana. El día está claro y el sol ya empieza a dejarse notar. Avanzo
entre el gentío en compañía de mis cómplices de aventura: Gonzalo, Pedro, Juan
Carlos, Eduardo y Ángel. Se acerca el momento, atrás quedan muchos
entrenamientos, muchas horas derrochadas en este.
Las caras de los que rodean
van cambiando, el ambiente se va impregnando de dudas, de impaciencias; quizás
mi gesto también lo haya hecho, hoy es diferente, especial, Ella por primera
vez no esperará mis pasos en los duros kilómetros, no tendré que fingir una
sonrisa, solo tendré sus recuerdos y cuando sea necesario Ella si estará ahí.
Las 10:05 (hora extraña, hora rara para empezar otra maratón), empezamos a
correr, deseo suerte a mis compañeros, ahora cada uno seguirá sus impulsos, su
lucha personal.
Ajeno al resto de corredores
empiezo mi carrera, con cuidado de evitar una caída que acabe con el sueño,
disfrutando de las primeras bocanadas de esfuerzo; corredores que apresurados
cruzan de un lado a otro. Subes y bajas, toboganes de esfuerzo, asfalto, mar y
playa para distraer el pensamiento. El sol nos da de frente y castiga de lo
lindo; las gotas de sudor empiezan a caer por la frente. Voy demasiado deprisa,
le digo a Eduardo, que se ha quedado a mi lado, ni es mi ritmo ni yo su ritmo,
lo sabe, pero aún así insiste; él siempre unos metros por delante, no quiero entrar
en la batalla de seguir sus pasos, para mí no sería bueno. Los kilómetros transcurren
con normalidad, y a estas alturas según lo previsto; la costa siempre a la
derecha va ahuyentando la fatiga. Olas que van y vienen al paso de cada
corredor, invitando a un descanso que el corredor rechaza, incansable en su
lucha por correr un kilómetro más. Atrás dejamos Estoril, famoso por su casino,
y seguro que por alguna cosa más, pero yo ahora no estoy para pensar en ello,
solo pienso en correr, en disfrutar de este momento; los kilómetros van pasando;
veleros y barcos, bañistas tumbados en
la playa o correteando por ella, un entorno que invita al descanso, al párate y
no corras. Colores y olores. Sensaciones que entran en una mente aún fresca.
Kilómetro 12, quizás 13, abandonamos la costa momentáneamente y nos adentramos
en Oeiras; nos cruzamos con la carrera, con corredores que nos preceden, y
entre ellos busco con ansiedad a mis amigos, veo a Ángel, y el “suerte” va de
un lado a otro; el camino se separa sin conseguir ver al resto de la
expedición, entramos en un parque, que bien podría ser el del Retiro, y llena
de sombra agradecida, suave ascenso con algún grupo animando que lo hace más
llevadero. Salimos del parque para ya volver hacia el mar. El sol sigue ahí, siempre
estuvo ahí, solo fue un pequeño respiro. Más playas, más kilómetros, más
veleros…más de lo mismo. Dejamos la carretera y nos adentramos más hacia el
mar, hacia un largo espigón que para hacer más ameno han llenado de banderas y
de jóvenes ondeando alguna de ellas, entre ellas la de España, que encontramos
casi al final de ese camino del calvario. Todo transcurre, de momento bien; ahí
sigue mi compañero Eduardo, con el que sigo haciendo la goma, me deja le pillo,
convivo con él rechazando dos amenazas: Las prisas y la impaciencia. La media,
tiempo de inflexión y de reflexionar sobre lo que queda. Decido seguir con lo
puesto; no quiero arriesgar ni aventurarme a lo incierto. Vamos poco a poco
abandonando la costa, para ya, divisar en la distancia el monumento a los
Descubridores y la Torre de Belén, y empezar a ver solo asfalto y cemento. Nos
acercamos a lo duro del maratón, hasta ahora han sido kilómetros más o menos
placenteros o llevaderos, y a partir de
aquí el cansancio empezará a ir apareciendo. Poco ayuda el entorno: largas
rectas vacías de gente. Conozco este tramo, no en vano lo recorrí hace menos de
un año, y es triste y desolado, donde la carrera empieza a ser una lucha
personal. Trenes que nos adelantan muy rápidos o que se nos acercan a toda
prisa. Alcanzamos a Pedro, a quien el calor le pide prudencia. Ya estaremos en Lisboa, aunque eso aún no lo notaremos hasta el
kilómetro 31, donde accedemos a la plaza del Comercio para ir hasta la plaza
del Rossio, kilómetro 32, y volver otra vez a la plaza del Comercio, escasos dos
kilómetros de pocos aplausos y frases de apoyo (que poco ha cambiado las cosas en
este escaso año). Dejamos el centro de Lisboa para adentrarnos en una zona
portuaria de hierros y contenedores, de apatía, de rectas interminables, de
fatiga mental. En el kilómetro 33 recibo el varapalo de ser adelantado por el
globo, o cartel, de las 4 horas; ni tan siquiera intento seguirlo unos metros,
sé que hoy inesperadamente me ha derrotado, no contaba con ello. La fatiga ya está
instalada en mi cuerpo e intento que no lo haga en mi mente; llega el momento
de los recuerdo. Mi compañero empieza a tener problemas, ya no hacemos la goma,
y cada uno con lo puesto afrontará como pueda los últimos kilómetros. Me inhibo
e intento buscar estímulos, esta vez lejos, en Ella, en León, en los amigos que
hoy están aquí conmigo. Me concedo un respiro, evito pedirme cuentas y con la
vista “gacha” busco un ritmo sosegado. No veo a mi amigo Ángel. Sigo paso a
paso, descontando metro a metro, un kilómetro menos; el kilómetro 40 ya es
antesala de éxito. La emoción empieza a dominar al cansancio. Nada importa ya,
solo cruzar la meta. El último kilómetro con familiares y corredores, que ya
han acabado, se hace más llevadero. Suben las pulsaciones, se alarga la
zancada, la fatiga deja salir una sonrisa. Ya está. A lo lejos la meta, corro
sin buscar a nadie en la orilla, tranquilo, satisfecho, 4h02m, con la cabeza
alta, vista al cielo, doy gracias.
Voy en busca de mis compañeros: Gonzalo,
Pedro, Juan Carlos, Eduardo y Ángel; todos juntos, con nuestra medalla al
cuello, satisfechos por haber superado otro maratón. Solo me falta una cosa,
una llamada de teléfono. Hablo con Ella para transmitir la tranquilad y
satisfacción que en esos momento recorren mi cuerpo.
Para terminar agradecer a todos,
familiares y amigos, que estuvisteis pendientes y me transmitisteis vuestro
apoyo.
Gracias.