“Quedarse en lo conocido por
miedo a lo desconocido equivale a mantenerse con vida pero no vivir”. Quizás,
esta frase de sentido a que de nuevo vuelva a los Aquilianos en busca de
satisfacción, superación, aventura, lucha, esfuerzo…
El mismo decorado que otros años,
la misma plaza, la misma noche, otras caras, mismos héroes, pero hoy es
especial, junto a mí, Ángeles y mi hija Sonia.
Junto a ellas cruzo la línea de salida
y recorro los primeros metros. La despedida no se hace esperar, los diferentes
objetivos hacen que los ritmos también lo sean. Atrás quedan ellas, y Julio y
Elena. Me dejo caer suavemente en la noche buscando el puente que cruza el río
Boeza; acorto el paso en la subida de Otero, mientras los perros con sus
ladridos espantan su miedo de las hordas de los corredores; el lento amanecer
me asoma al collado Pajariel, y las tranquilas zancadas me van alejando de las
sombras casi al mismo tiempo que salvo la bajada que me deja a los pies del río
Oza; asciendo por su cauce con el murmullo de sus aguas encerradas entre sendas
místicas de robles y castaños; en el deleite de la belleza del entorno me
alcanzan mis compañeros del “Nunca” Miguel y Pablo, y Diego y Daniel, con los
que llego al primer avituallamiento situado en Villanueva de Valdueza.
Después de una corta parada, el
tiempo necesario para cargar nuestros depósitos, continúo, ya uniendo mis pasos
a los de mis compañeros, en busca de la dura subida al Alto de Pandilla que nos
abre a las hermosas vistas que este año se pierde mi amigo Ángel. Nuestros
pasos atraviesan Valdefrancos y dejan atrás San Clemente de la Valdueza donde volvemos a
ascender por una zigzagueante senda que nos acerca a Montes de la Valdueza, segundo avituallamiento
y segundo respiro del día.
Los caminos de los corredores se
separan, amistades que se citan en Ponferrada, suerte suerte y suerte, unos por
el tramo corto y otros por el largo en busca del objetivo. Yo, junto a mi
hermano, bordeamos el viejo monasterio de San Pedro y nos adentramos en un
empinado camino que discurre por un bosque de retorcidos castaños, pinos y
encinas; las vistas empiezan a cambiar; regulamos el esfuerzo para salvar el
collado de la Malladina
y respirar en la verde pradera que nos deja caer hasta Santiago de Peñalba, el
refugio de San Genadio.
Breve descanso para recargar líquidos
y fuerzas. Dejamos las calles llenas de historia de Santiago de Peñalba en
busca de la dura ascensión a la “Silla de la Yegua” (2143 m). La empinadísima senda te vuelve a
todas las realidades, los recuerdos de lo que queda por delante ayuda a tener
paciencia, a no precipitar el lento y sufrido caminar. Los corredores salpican
la ladera de color, confundiéndose con el color de sus brezo; pisoteamos las
gotas de sudor que caen ante nosotros con el resuello ahogado; pienso en lo que
me ha llevado allí, sin comprender, silencio; el silencio que invita a
disfrutar de los pequeños detalles; la luz cambia a media que subimos, pequeñas
nubes nos envuelven; llegamos a la “Silla de la Yegua” entre los recuerdos
del ayer y con la niebla delimitando el paisaje.
El temor a quedarnos fríos hace
que paremos muy poco. Estamos en el alto del cordal de los Aquilianos y ahora
toca ese sube y baja, ese transitar entre flores y encantadoras vistas, hoy
medio escondidas; “Pico las Berdianas” (2116 m); “Pico Tuerto” (2051 m); llegamos a la “La Guiana” (1849 m) con la sensación de
haber pasado lo peor, algo cansados pero con la moral intacta; otro pequeño
descanso que aprovecho para saber que Ángeles y su grupo va bien.
Vamos; un endiablado cortafuegos
nos mete en un confortable pinar, trotamos cómodamente sus pistas y caminos; el
paisaje cambia, sigue siendo bello pero ya no es lo mismo; unas finas gotas
caen sobre nosotros, elevamos vista y plegarias al cielo, esto no es necesario,
se contiene y llegamos a Ferradillo, la penúltima estación, donde la nota dejada por Julio en mi mochila: "Satur, vamos quitando pegatinas. Equipo B", arranca una sonrisa de la fátiga.
El cuerpo, que ya nota la fatiga,
agradece el pequeño descanso. Salimos caminando esperando que los músculos
vuelvan en sí; trotamos el camino llano, y trotamos la senda en bajada salpicada
de rocas, hasta la llegada a Rimor, la última parada.
La belleza del paisaje es un
grato recuerdo y empieza a ser vulgar; carretera y camino, y cerezos para cruzar
Toral de Merayo sin llamar la atención, sin un triste aliento; trote cansino y
sendas nos llevan a orillas del Boeza, en las faldas del Pajariel, cerca ya de
Ponferrada, de su castillo; última subida, último caminar para unas piernas ya
cansadas; plaza de la Encina,
último trote, último esfuerzo, entre miradas de peregrinos y paseantes; plaza
del Ayuntamiento, últimos pasos, entre aplausos de bienvenida; meta, abrazo con
mi hermano, abrazos con los que ya habían llegado, con los del “equipo B”, Ángeles,
Sonia, Julio, Elena, Susana, y …, saludos con Balbino que ya descansaba de su
esfuerzo, recuerdos de momentos con mi amigo Ángel, y tantas cosas de esta
historia que fue inventada para tener un final feliz.