Me acerco a Valencia con la mejor compañía. Concentrado.
Mirando sin ver. Soñando la carrera que tantas y tantas veces he corrido estos
días. Llenándome de sentimientos. Llego a la Ciudad de las Artes y las Ciencias,
donde ya se respira maratón. Los alrededores lleno de corredores, de colorido,
de ilusiones. Apuramos los últimos minutos con los nuestros, entre fotos y
palabras de aliento. Unos besos, unas palabras, un ten cuidado, unos mucha suerte
y un hasta luego.
Me adentro en el maratón junto a mi compañera, María
Jesús. Cogemos de nuestras mochilas lo necesario, la entregamos en el
guardarropa, y continuamos con el ritual. En el camino encontramos a Noelia y
Ángel, ella debutante en la distancia, y juntos caminamos hasta nuestro cajón
de salida. La charla. La espera. Los consejos. El minuto de silencio; otro
minuto en memoria de la sinrazón. Más espera, y el empezar a andar. Pequeños
pasos, pasos más grandes. Pequeñas zancadas, pequeño trote. Trotamos los tres,
en busca de la línea de la salida. “Suerte
y hasta la meta”, nos despedimos de Noelia, y continuamos en solitario, aunque
rodeado de miles de corredores. Cruzamos bajo el arco y mi crono empieza a
correr el maratón pensado, ya nada lo va a detener. Una leve sonrisa aparece en
nuestros labios.
En la primera curva, nuestro apoyo moral: Marta, Pedro, Lucía
y Ángeles, que al vernos ondean, entre gritos, la bandera leonesa; gritos que
lanzan a mi compañera. Corremos muy tranquilos, respirando el ambiente, entre corredores
y la algarabía del público. El puerto, el mar; ese olor a pescado y a mar. Los
primeros disfraces llaman nuestra atención y distraen nuestra mente. Cinco
kilómetros que son historia. El ritmo ya es bueno. Valencia, tierra de naranjas. Pienso. Y de paellas. Un poco más por esa calle de ida y vuelta que nos va
alejando del agua. Kilómetros de euforia que hay que controlar, y en los que
buscar el equilibrio es básico. Vamos dejando atrás kilómetros corridos entre
facultades universitarias, entre calles llenas de sabiduría, que nos llevan a los
nuestros, a ese kilómetro 11 donde la bandera de León ondea entre gritos de
apoyo.
Donde las miradas de “todo va bien”
se cruzan. Y sí, “todo va bien”, a
estas alturas no podría ser de otro modo; seguimos con nuestro ritmo establecido
y lejos de euforias. Poco a poco. Queda demasiado para mostrar alegrías. El público
volcado, animando sin cesar en esas interminables rectas. Rectas que parecen no
tener fin. El estadio del Levante, otra recta siguiendo sus pasos. Otro
kilómetro. “Vamos deprisa, tranquila”.
Volvemos a la calma, devorando kilómetros. El estadio del Valencia y su murciélago,
y un poco más allá, en el kilómetro 18, los nuestros.
“Vamos”. Correr, solo correr, sin pensar o pensando lo justo. Nuestros
pasos buscan otra vez el olor del mar. Media maratón, media carrera, “ya está todo el pescado vendido” oigo a
mi espalda; “!Uf¡ anda que no quedan
cajas por descargar”. Miro mi crono, no necesito echar ninguna cuenta, no
quiero pensar, pero me digo: “lo vamos a
conseguir”. Mis pasos siguen acompañando, a la par o por detrás, no
necesito más. Van pasando los kilómetros, sumando y restando. Kilómetro
veinticinco, y otra vez esos gritos y esa bandera, otra vez los nuestros.
“Todo bien” dicen nuestras voces. “Todo bien” dicen nuestras caras. Nos alejamos
mientras nos citamos en la meta. Ya no les tendremos más. Ahora solo nosotros,
nuestras piernas, nuestra cabeza y el apoyo en la distancia. Los pasos nos
llevan al centro. El gentío sigue animando, aplaudiendo, y gritando nombres a
diestro y siniestro; estrechando nuestro correr. Al fondo de la calle se divisa
la torre, no es de la catedral, no, pero como diría Pedro “vamos por buen camino”. Reímos con ese recuerdo. Los pasos ahora
son más distraídos, más fáciles. La catedral, un poquito más allá el
ayuntamiento, unas torres, antaño defensoras. Siguen pasando los kilómetros. Lo
de atrás ya no cuenta, ahora solo queda mirar hacia adelante. Correr, correr a
ritmo. Más allá. Siempre un paso más. La gran Dama de Elche que, adorna la
plaza, atrae mi mirada. Otra mirada al crono, para echar cuentas, para seguir
con ese ritmo. Los pensamientos vuelan a León, donde nuestros amigos del “Nunca
correrás solo” también se están batiendo el cobre, y regresan cargados de sus ánimos.
La avenida del Cid, larga ayer, larguísima hoy. Otra plaza, la de toros. Ese
kilómetro 39 en el que ya sabes que lo tienes, en el que la gente sigue
animando, y las emociones empiezan a asomar. “Lo tenemos”. Las zancadas siguen alegres. Dos kilómetros. “Solo dos kilómetros”. Ya oímos, vemos y
sentimos la meta. Increíble el público, incansable, nos lleva hasta el final.
Entramos en la Ciudad de las Artes y las Ciencias, para apurar esos últimos
metros, disfrutando, sé que lo tenemos, no hace falta ir más deprisa. “Disfrutar, disfrutar y disfrutar” como podría
haber dicho el gran Luis Aragonés.
Nuestros pasos alcanzan la recta de meta,
corremos ese minuto de gloria, recogiendo los últimos aplausos, unimos nuestras
manos para compartir el último esfuerzo. Llegó el final. Cruzamos la línea de
meta: 3h59m40s. Una sonrisa, una mirada, un abrazo. Lo hemos logrado.
Caminamos, recogemos nuestra medalla y con ella en el cuello buscamos a los nuestros.
Caminamos, recogemos nuestra medalla y con ella en el cuello buscamos a los nuestros.
Gracias a Pedro, Marta, Lucía y Ángeles por estar ahí, y
por el gran fin de semana, aunque no hayamos comido la paella a lo señoret.
Gracias a todos los amigos que estuvieron corriendo en
la distancia.