La noche cubre la plaza del
Ayuntamiento, que poco a poco se va llenando de corredores, de andarines, “de esos locos”, de amigos, “de esos amigos locos”, de saludos y
abrazos, de conversaciones y deseos de buena suerte. Un café, el último momento
tranquilo antes de la salida. La despedida de Ángeles que irá por la corta, la
de los 47 kilómetros, y la partida al trote con mi amiga y compañera del “Nunca
correrás solo” María Jesús, que iremos por la larga, la de los 62 kilómetros.
Con calma, en suave trote bajamos por calles silenciosas, llegamos al puente de
piedra que separa Ponferrada del Otero; la primera subida, el primer caminar;
llegamos a esos mastines de siempre que, con su cansino ladrar, nos reciben y
nos despiden año tras año. Trotar y caminar, correr en busca del amanecer;
correr para llegar a las montañas que ya se dibujan ante nosotros. El paisaje
empieza a regalarnos su belleza. “Cuidado
con esta bajada”. Con precaución, arriesgando lo imprescindible, bajamos
hasta toparnos con el río Oza, que nos acompaña contra corriente, dejándonos su
frescor y su arrullo. Aspiro ese olor a anís que Arsenio, más acostumbrado a la
naturaleza que yo, me hace notar. El tranquilo camino que en su giro a la derecha
nos mete en la bonita senda de castaños y robles. Entre aromas y colores los
kilómetros pasan sin darnos cuenta, y nos llevan al primer avituallamiento, el
de Villanueva de la Valdueza. Hidratación rápida y continuamos.
Ahora toca caminar por la senda
del Alto de Pandilla; corta pero dura. Despacio, paso a paso. Entre pinos se
filtran los primeros rayos de sol.
A lo lejos los Montes Aquilianos, nuestro
objetivo. “Qué bonito” apunta mi
compañera, “esto no es nada”.
Trotamos o andamos, depende si bajamos o subimos, con la tranquilidad del que
no tiene prisa. Sendas estrechas, rodeadas de verdes, de humedad. Atrás
Valdefrancos con la fuente que “ya estaba
el año pasado”, San Clemente, y sus historias. Atrás la zigzagueante
ascensión. Atrás el esfuerzo y por delante más trote de bello entorno, de
bosques y más bosques. Y por fin Montes. Otra parada para recuperar fuerzas,
preparar la mochila y hacer un pequeño balance de lo que llevamos y de lo que
nos queda. Después los caminos se separan.
Iniciamos
el camino de no retorno por angostas calles, rodeando su viejo monasterio, y
bajando para volver a subir. Camino de viejos castaños, salpicado de pinos y
encinas, que andamos y correteamos. Cruzamos el pequeño arroyo, y los pasos se
acortan para afrontar la subida del collado de la Malladina.
Con un subir
tranquilo y sufrido vamos ascendiendo por la senda horadada por el paso de los
años; ya arriba nos recibe una gran alfombra de hierba y allá, al fondo Santiago
de Peñalba. Con terreno favorable recuperamos. De la ancha explanada verde,
pasamos a la verde y estrecha senda de altos matorrales que golpean nuestros
cuerpos. Y más camino, y más trotar, y entrada
a Santiago por esa calle empinada, por esas calles que tienen un algo; el
pueblo donde mi amigo Ángel siempre quería perderse. Otro descanso antes de la
gran subida.
Después de la breve parada
reanudamos la marcha. La sonrisa sigue en nuestros rostros, señal de que el
cansancio no ha afectado a nuestro ánimo. Recuerdo a María Jesús las andanzas
que mi amigo Ángel y yo tuvimos por una senda equivocada que nos tuvo perdidos
un buen rato. Con esa anécdota vemos como el camino se estrecha y nos emboca en
la senda; en esa senda que, picando hacia arriba, nos acompañará durante un par
de horas. “Ahora con tranquilidad”.
Uno tras otro vamos acomodando los pasos al esfuerzo, entre las encinas que nos
protege del sol, y que nos oculta lo que queda por delante; en zigzag o por lo
criminal libramos cada metro; paso a paso la ladera se presente abierta ante
nosotros, regalándonos sorprendentes vistas. La belleza del paisaje aumenta con
la altura. ¡Qué bonita visión!. Una mirada y una exclamación: “qué bonito”, se convierte en coartada
para un breve descanso. Subimos despacio, constantes. Los sonidos huyen.
Paramos,
descansamos, escuchamos: ¡Silencio!. Silencio roto por el sonido del ligero
viento. Seguimos adentrándonos en la montaña, sobre la que empieza a flotar
alguna nube. ¿Cuándo llegamos arriba?”.
Es verdad, esto parece no tener fin. “Ya
queda poco”. Miro el rostro de mi compañera, que refleja el esfuerzo, y que
parece decirme “quién me mandaría venir
aquí, con lo bien que estaría en el sofá”. Me sonrío con este pensamiento. El
último obstáculo de lo interminable; el último montículo, y ante nosotros la
visión de la Silla de la Yegua. “Lo peor
ya está” le comento, “no sé si podré
volver a trotar” me contesta. Bebo y como, y hago como si no la oigo, sé
que podrá. Disfrutamos de la belleza de lo que nos rodea. “El esfuerzo ha merecido la pena”.
Empezamos nuestra travesía por el
cordal; una bajada que trae una subida, y otra bajada y otra subida. Silencio, belleza
y más silencio. Trotamos y andamos. “Pico
Tuerto”, “¿Por qué le llaman Pico Tuerto?”, “porque está mal encarao”. Seguimos. “Vamos bien”. Si, vamos bien. Sigo recordando, rememorando otros
años. Disfrutando. A lo lejos La Guiana;
y ahora corremos el llano que nos separa de ella. “Ya está, último esfuerzo”, el zigzag entre la retama y el
cortafuegos, corto pero exigente, y la cima, donde los voluntarios, hombre y
mujer, tienen su particular apuesta, y que por lo que sé ganó él. El buen
ambiente refuerza los ánimos de María Jesús.
Nos vamos e iniciamos el descenso,
primero ese desagradable cortafuegos que salvamos como podemos, y ya después caminos
de hierba y tierra que atraviesan inmensos bosques de pinos, y que corremos sin
dificultad un terreno favorable que nos lleva a Ferradillo. Recibo la llamada
de Ángeles que ya llegó a Ponferrada y que unió sus pasos a los de Alba.
Mientras llegamos a Ferradillo, a esa fría cerveza, pensada ya en la Silla la
Yegua, a ese bocadillo de chorizo, a ese café, a ese merecido descanso sentados
bajo la sombra. Chequeamos sensaciones. El cansancio llena nuestros cuerpos
pero la fatiga no hace mella en nuestro ánimo. “Ahora el terreno es favorable”.
Volvemos al camino con un
tranquilo pasear para desentumecer el cuerpo. Escuchamos truenos lejanos, a los
que no damos importancia, que equivocados estábamos. La senda entre robles nos protege
de las gotas que empiezan a caer, gotas cada vez más gordas, “¿sacamos el chubasquero?” pregunta mi
amiga, “esperamos ¿no?” contesto. El
cielo ruge cada vez más, las gotas dejan de ser gotas y se convierten en
granizo. Aguacero. Los árboles ya no nos protegen y paramos a poner el
chubasquero. Agua y más agua que llenan los caminos. Granizo convertido en
piedras del tamaño de avellanas que nos golpean con fuerza. “Ay, ay” grita a mi espalda María Jesús,
“pero a ti no te dan” sigue gritando.
Carcajadas. Bajo el intenso aguacero se acerca un coche de Policía Local “¿subís?”, “no, vamos bien”. Totalmente empapados, corriendo bajo el agua y
sobre el agua, llegamos a Rimor, donde la gente del pueblo nos ofrece refugio y
ropa para cambiarnos. Mil gracias. Llegamos al control y paramos lo justo para
que tomen nuestro dorsal. Y seguimos sin probar las cerezas. No podemos
quedarnos fríos. Trotamos bajo la intensa lluvia, mirando al cielo en busca de
un claro de esperanza. Una esperanza que llega en Toral de Merayo. El agua deja
de caernos encima, y nos damos un respiro. Otra llamada de Ángeles que dice que
en Ponferrada no ha llovido, pues “a
nosotros nos ha caído la del pulpo”. Penúltima subida. Dejamos el camino,
en animada charla, para atravesar el viñedo y enfilar la senda jalonada por
chopos y algún cerezo, y que transcurre a orillas del río. Andamos y trotamos
sin salirnos de la senda. Ponferrada ante nuestros ojos. Atrás quedan sendas y
caminos. Montañas y valles. Paisajes lleno de colores. Esfuerzo y risas. Última
cuesta, la del castillo. Corremos, entre aplausos y palabras de ánimos, para
cruzar esa línea de meta, agarrados de la mano, después de 13 horas y 23
minutos.
Para terminar, dar las gracias a
esos voluntarios que hacen que año tras año vuelva a los Aquilianos.