Las se
is de la mañana. Ponferrada, en la vieja plaza. Una ciudad aún callada y ajena a lo que un puñado de valientes van a hacer. Rodeado de esos valientes, con la proximidad de Miguel, mi hermano, de Susana, mi sobrina, y de Ángel, mi amigo y culpable de que hoy este aquí. Parece como si el tiempo se hubiese detenido, como si no hubiese pasado un año desde la última vez que sentí esos miedos, esas dudas, esa emoción. Dan la salida y nos ponemos en marcha con un suave trote, en silencio para no despertar a los que duermen de su sueño y para que no se rompa el nuestro. Abandonamos Ponferrada ya queriendo clarear el día, pronto veremos el impresionante paisaje. Y abandonamos la compañía de Miguel y Susana, ellos con su ritmo más pausado harán el recorrido “B” de 44 kilómetros, mientras Ángel y yo con un ritmo no mucho más rápido haremos el recorrido “A” de 61 kilómetros. Suerte para ellos y suerte para nosotros y suerte para todos. Mi amigo y yo continuamos con nuestro trote, de llanear pasamos a una fuerte bajada (la primera del día) que nos lleva a orillas del río Oza, y con el arrullo de sus aguas y entre senderos de robles, castaños y algún que otro chopo llegamos a Villanueva de Valdueza, primer punto de avituallamiento.
No paramos, bebemos y comemos, nos aprovisionamos de agua y continuamos por un camino en ligera ascensión, pero que tras un giro a la izquierda nos deja en un sendero con fuerte desnivel, que aunque no es excesivamente largo ya avisa de lo que nos espera. Con pasos cortos salvamos el desnivel y quedamos a merced
de bonitas vistas que contemplamos mientras trotamos camino de nuestro segundo avituallamiento Montes de Valdueza, y donde las rutas “A” y “B” se separan.
Pequeño descanso, aprovechado para comer y beber, y valorar la carrera hasta estos momentos,
“algo más rápido que el año pasado ¿no?” “puede”.
Cargados ya con nuestras mochilas reiniciamos la marcha. Vamos trotando entre montes de castaños, de pinos y encinas hasta llegar al collado de la Malladina. El paisaje cambia, y cambian las sensaciones de mi amigo, en la dura subida de su ladera (nada para lo que nos espera) empieza a tener algún calambre. Ralentizamos la ascensión, tampoco hay prisa, arriba un manto de verdes praderas nos acerca hasta Santiago de Peñalba, bonito pueblo de casas de piedra que se muestra desierto, como todo lo que lo rodea, donde se oye el silencio y del que Ángel se quedo prendado el año pasado.
Fiel a nuestro planteamiento de carrera, no hacemos una parada larga, cargamos los depósitos de nuestro cuerpo de líquidos y sólidos, y reponemos las botellas de la mochila, cinco minutos y ahora empieza lo bueno, la subida a la “Silla de la Yegua”, con sus 2143 metros.
Abandonamos Santiago en busca de la senda que nos lleve hacía la cima. Una senda vertical que atraviesa la dura ladera y que vista desde abajo no enseña su final. Sabemos a lo que nos enfrentamos, apretamos los dientes, paso firme, paso decidido. Vuelven los calambres, Ángel se queja, estira, continúa despacio,
“tira”. Voy delante, pasos cortos, de reojo miro a mi amigo, me preocupa, queda demasiado para tener problemas, para sufrir. Las vistas cada vez son más impresionantes,
“solo por esto merece la pena”, para perder el sentido. Ya estamos arriba, desde aquí todo parece más fácil.
Nuevo avituallamiento, otro pequeño descanso,
“¿qué tal?” ”bueno”, y a continuar. Nos espera
Pico Tuerto con sus 2051 metros, donde llegamos después de una dura bajada y una dura subida, salpicada de flores y colores, y rodeados de un silencio solo roto por nuestras pisadas.
Brevísima parada de control, aquí no hay avituallamiento, y a por La Guiana con sus 1849 metros. Ángel sigue con sus problemas, pero continua, es duro el tío. El paisaje no cambia, subidas y bajadas, flores y flores, colores y colores, todos los que podamos imaginar. Una piedra, una rama, o un arrastrar de pies, un golpe, un grito, me giro y Ángel caído en el suelo.
“A perro flaco todo son pulgas”. Pequeño golpe en la cara, se le suben los gemelos, le ayudo,
“levántame” “hhhh, pero cuánto pesas”, risas. No pasó nada. Llegamos a La Guiana, lo peor ya pasó.
Pequeño descanso, lo justo para reponer cuerpo y mochila. No queremos quedarnos fríos, quizás para mi amigo fuese lo peor. Salimos por el empinado cortafuegos para coger un terreno de pistas y caminos, rodeado de pinares, por donde se hace fácil correr. O debería ser fácil o nos gustaría (como el año pasado), pero los gemelos de Ángel se quejan de vez en cuando y nos obligan a parar. Le dejo hacer, que marque el ritmo, las pausas. Corremos y andamos, camino de Ferradillo, penúltima parada.
En Ferradillo hacemos una parada algo más larga y reponemos nuestras fuerzas, antes de afrontar los últimos 17 kilómetros, además de aligerar de peso nuestras mochilas.
Al salir de Ferradillo recibimos la llamada de Miguel. Todo les fue bien, buenas noticias. A nosotros aún nos queda, aunque el terreno es favorable. Un buen camino nos desvía hacía una senda pronunciada y por momentos complicada. Trotamos y andamos, lo que mi amigo pueda. El cielo se pone negro y nos rodean los truenos y los rayos.
“Solo faltaba eso”. Llegamos a Rimor, último control, y la lluvia nos ha respetado.
Pero hasta aquí llego el respeto. Mientras rellenamos nuestras botellas vemos como el suelo se llena de gordas gotas de agua. Elevamos nuestra vista al cielo y no parece que nos vaya a caer mucho, aunque a estas alturas nos parece un castigo innecesario. Yo había dejado el chubasquero
cuando aligere de peso la mochila, así que con un saco de basura que me dejan en el avituallamiento para protegerme de la lluvia abandonamos Rimor.Cansados, como no. Entre cerezos, trotando o andando llegamos a Toral de Merayo. Y Entre viñedos, entre el Sil y el Pajariel, llegamos a Ponferrada. A su castillo. A su plaza de la Encina donde somos recibidos por Ángel-illo y Esther y por Ángeles. Y llegamos a su plaza del Ayuntamiento, a esa vieja plaza, nuestra meta. Y nos abrazamos,
“lo hemos vuelto a lograr”.