Una estrecha carretera que te acerca al hondo del
valle y deja ver el monte verde de su entorno. Una señal: Atención travesía
peligrosa. Otra señal: Brazuelo. Calles estrechas, casas viejas, casas restauradas,
una iglesia, un bar, un reguero que lo divide en dos, gente sencilla. Un pueblo
para el encuentro con los amigos, con las carreras. Para pasar una buena mañana
de domingo.
La hora. La salida. Siete, seis…dos, uno…a correr. A
coger el paso. Para empezar ese estrecho puente que salva el pequeño reguero,
roces de codos involuntarios, ese ir cogiendo aire antes de esa cuesta que sin
darnos cuenta nos saca del pueblo, y nos asoma a lo que tendremos por delante.
Respiraciones ya agitadas que tardarán en ser sosegadas. El paisaje verde se
mezcla con el cielo dominado por el negro de las nubes. Nubes intimidatorias,
amenazantes. No va a llover. La carrera deja ver a los que van por delante y a
los que van por detrás. A unos que están subiendo y a otros que están bajando.
Otra subida, otra agitación de respiraciones. Tranquilidad en los monótonos
pasos. Otra bajada. Robles y encinas. Todo verde de paisaje maragato. Otra
subida de zancadas firmes hacía lo alto y otra bajada para evitar zancadas en
falso por ese suelo minado de guijarros. Ya en el camino de hierba que apenas
deja asomar nuestras zapatillas. Ya casi a la entrada del pueblo, junto a ese
pilón al que algún desaprensivo te quiere tirar, y que nos asoma a las calles de Brazuelo. Ya ante ese reguero,
que algún cabrón nos hace cruzar (no lo digo yo, lo dijo él). ¿Y el puente?,
porque antes había un puente. Y un último giro y un último esfuerzo para cruzar
la meta junto a mi compañera del Nunca.
Una atípica ducha. Unas cervezas. Y unas risas para
terminar una buena mañana de domingo.
Brazuelo, una carrera para volver.
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