Quizás sea hora de sacar las historias del
tintero. Una de las historias, que mi apatía va dejando en él, es la de Santa
María del Páramo.
Con la mejor compañía,
la del Nunca correrás solo. Con la tormenta amenazando Santa María del Páramo. Con
los rayos rasgando su noche, espero la salida. La oscuridad va siendo
protagonista. Finas gotas empiezan a caer, casi al mismo tiempo que la cuenta
atrás llega al momento del ¡ya!. Mis pasos ya corren las calles de Santa María,
“cuidado con el bordillo”, calles
mojadas por un agua ansiada por todos. Busco mi ritmo, mi sitio; busco el
carril bici que aisla la villa del campo, y que por un rato será mi compañero,
junto con el agua que ahora cae con más fuerza. Las calles me reciben, sin los
ánimos de la clientela de ese bar, que llenaba su terraza, y hoy está vacía por
la lluvia. Sin esa fuerza, sin esos ánimos, con más noche, completo la primera
vuelta, donde los aplausos, gritos y miradas vuelven a llenarlo todo.
Otra vez
en busca de ese carril que rodea la villa, el pueblo o la ciudad, depende de
quien lo mire, donde mi sombra se difumina y la hace fantasmagórica. Corro cómodo, corro a gusto, lo que hace que el tiempo pase deprisa. Retorno a las
calles vacías, paso por ese bar, hoy inanimado, corro la última calle, vuelvo a
oír los gritos de ánimos, a creer ver esas miradas, entro en el estadio, cojo
la calle uno para disfrutar de los últimos metros. Para disfrutar de las
sombras que ocultan las miradas más cómplices. Para cruzar mi meta de
contrastes.
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