Suficiente, de momento, para hacer ambiente: una chopera, un río, el Órbigo,
un pájaro que vuela, o dos, un bar, aún cerrado, el Nunca correrás solo, mis
amigos. “¿Benavides queda lejos?”.
Risas. Tiempo de espera hasta que el bar, que estaba cerrado, abre. Somos los
primeros en llenarlo con aroma a café. Tiempo de charlas, de sonrisas, de
amistad. Tiempo de preparativos, y ya con el dorsal en el pecho inmortalizamos
el momento en la foto de grupo. Calentamiento para quemar los últimos minutos.
En la salida, bajo los chopos, a orillas del río, llega la cuenta atrás. Breve,
desde cinco, que es suficiente. Salimos, corremos. Un camino, dos rodadas, dos
filas de corredores, polvo que se levanta. Chopos, sombra. El Órbigo a la
izquierda, los maizales a la derecha. Camino y más camino. Sensaciones que
parecen abandonarme. Sombra y sol. El pueblo, Sardonedo; el avituallamiento,
tres voluntarios y una botella de agua, un trago. Una calle y unos aplausos
para despedirme. El canal y su pista; un rumor, el del agua que me acompaña, y
que no distrae la fatiga que llevo instalada en mi cuerpo. Las piernas me pesan
y la cabeza no responde. Vuelve otro camino, que deja de mirar al agua, y que
ya mira a Santa Marina. Mis pasos se afanan en correr tras de mi sombra, que me
adelanta para llegar cuanto antes. Para acabar con esto, con este camino que ya
entra en el pueblo. Ya llego. Ahí están sus calles, con sus breves aplausos,
con los últimos ánimos. Y de pronto ya no queda nada. La última calle gira, y
todo mi esfuerzo se deshace en la meta.
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