Corría el
día 18 de septiembre, del año en curso, cuando corrí por la montaña de
Peñacorada, ha pasado un tiempo, corto, pero ha pasado, pero aun así mi
historia ha ido tomando forma, y hoy es el día de compartirla. No por nada
especial, sino porque la he terminado.
A la espera. Fuera de mi mundo. Pienso una carrera
plácida, sin sobresaltos. A cola del pelotón. A la de tres, y mis pasos
arrancan a correr. Ya no dependo de mi, durante unas horas estaré en manos de
mi entorno, del destino, de la montaña. Las zapatillas golpean el poco asfalto,
esos escasos metros que nos llevan al embudo que atranca a los corredores. Uno
a uno, caminando apretados hasta salvar la corta y empinada cuesta, que nos
deja en la ancha pista, en el pinar. Ancha, y fácil de correr, cuesta abajo;
ancha, y difícil de correr, cuesta arriba. Adaptándome a las circunstancias, al
sufrimiento, al esfuerzo, a los pasos de mi compañera. A la carrera. La ermita
de San Guillermo, nos aleja de la civilización, y por la estrecha pasarela de
hierro, que rompe el entorno de la naturaleza, empezamos a sendear entre la
arboleda verde. Subir entre los pinos, sujetando piernas, suspirando y
empezando a sudar. A medida que subimos se va abriendo el cielo, se va abriendo
el paisaje, la inmensa montaña. El camino se hace hierba; se convierte en
agradable. Corremos hasta ese primer avituallamiento, el que nos da el primer
descanso. Breve. Muy breve y vuelta al trote. La pisoteada hierba se acaba, y
se torna poco a poco en dura roca; en subida. Nos aferramos a las piedras, hasta
la cima. Contemplación desde lo alto. Belleza a izquierda. Belleza a derecha.
Belleza arriba y abajo.
Y sin tiempo para deleitarnos en el paisaje, apremió a
mi compañera. “Vamos”. A
regañadientes, “Jolines, no me dejas ni
mirar”, continuamos. Aunque, antes de iniciar el cresteo, una última mirada.
Más hierba. Una hierba que nos cubre casi hasta la rodilla, que nos recibe en
bajada, acolcha nuestros pasos, y nos da un respiro. Rápidos, hasta llegar a la
segunda complicación. Más rocosa que la primera, o eso me parece a mí. Más
montaña. Más trepar y subir. Más agarrarse. Poco a poco, a pasos cortos, hasta
arriba. Hasta otra impresionante belleza, donde el mundo parece no tener fin.
Otra vez con poco tiempo para la contemplación. Inspiro, me lleno de aire,
antes de iniciar el descenso. Con pasos temerosos. Demasiado. Con miedo a un
resbalón, a una caída. Miedo. “Vamos”.
Temor. Caminamos más que trotamos. Tensión. Andamos con pasos separados. “Cuidado ahora en la bajada” señalan los
voluntarios. La senda me lleva a la cuerda. A sujetarme a ella para sentirme
seguro. Bajo. Espero. Los pasos ya son los mismos. Carlos que se une a nosotros
hasta el penúltimo avituallamiento, donde nos sorprende la llegada de José
María. Penúltimo respiro antes te continuar. Los tres, ahora enfilados,
sorteando los pinos. Trotando cómodos hasta que el letrero nos señala el “Pico
Los Rejos”; hasta que alteran todos los biorritmos. Ahora es cuestión de amor
propio. Los tres más enfilados ascendemos el sendero hasta el último
avituallamiento. No hay descanso. José María ya a su paso, pero sin pausa. “Vas bien” le digo. Y con rabia subo
hasta lo alto, guiando los pasos a mi compañera. No hay respiro. Ya todo
bajada. Más trotar y más andar por entre rocas y piedras, por entre los pinos.
Senda abajo. Dos kilómetros para que todo acabe. Para demostrar lo que no haría
falta. “Tira tú que no llegas”, me
dice. Pienso, me cuesta tomar la decisión, pero el esfuerzo no hubiese tenido
sentido. “Vale, pero sigue trabajando”.
Y me dejo ir como si no hubiese mañana. Esquivando piedras y saltando troncos.
Asfalto. El arco. La meta. 4h56m. Yo llegué. Yo tenía razón. Ellos llegaron un poquito
después.
Foto cortesía Abel Fernández Salegui |
3 comentarios:
Amigo Satur, me ha gustado mucho su crónica, me ha gustado mucho su determinación y coraje en la busca de esa pancarta de meta, pero me disgustan profundamente algunas de las cosas que están sucediendo últimamente en este mundo nuestro de las carreras por montaña. Algunos parecen empeñados en olvidar la parte lúdica del deporte, en despreciar el esfuerzo de los aquellos que van a cola de pelotón y está actitud irreverente acabará por alejarnos de la montaña.
Prefiero quedarme con lo bueno, compañerismo, entrega y sacrificio. Peñacorada ya forma parte de tu historia. ¡Enhorabuena compañero!
Vaya tela!!!, admiración, sin palabras.
Rubén, me alegra que te hayan gustado tantas cosas de esta crónica. Ya sabes que este mundo de las carreras se está volviendo loco, pero de momento yo sigo disfrutando, y el día que no lo haga dejaré de ir a ellas. Nos seguimos viendo en la montaña, aunque cada vez me lo pongan más difícil.
Carlos, gracias pero no es para tanto, si lo hago yo lo hace cualquiera.
Un abrazo.
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