Una historia de una carrera y de dos acuarius. Una
historia de sonrisas rodeado de los míos, de los del Nunca correrás solo.
Hoy no tenemos la previa del café, pero el tiempo se
nos va igual de deprisa, en la recogida del dorsal, en los saludos, en ir y
volver del “aparcadero”. En reconocer ese pequeño tramo de la salida, que ya
nos enseña el barro. El cielo se va cargando, incluso algún atrevido trueno se
deja oír, pero la lluvia no acabó de llegar. La cuenta atrás nos avisa para que
vayamos pensando en correr un poco en vez de estar pendiente del cielo. Con
cuidado, poniéndonos casi en fila, arrancamos por el camino de hierba,
irregular, para pronto empezar a zigzaguear esquivando los charcos y el barro.
Con la carrera ya lanzada y enfilada, cruzo el puente, sobre el río Luna, giro
a la izquierda, y a bajar la escalera, uno, dos, tres, cuatro, pierdo la cuenta
de los escalones, y a por la estrecha senda que en subida nos va acercando al
bonito bosque. Barro, piedras y agua hace que la vista esté más pendiente del
suelo que del bello entorno. Mis pasos se toman un ligero respiro antes de
afrontar las dos duras rampas de Rabanal de Luna, y nos vuelven a llevar a las
piedras y al agua, a fijar la pisada. Las zancadas retornan a la senda, y a los
escalones, donde esta vez tampoco los cuento, y al puente sobre el río Luna.
A volver a zigzaguear entre el barro; donde se acaba lo repetido, donde ya se oye la megafonía de la meta, pero que para alcanzarla antes tengo que coger esa senda que, entre la pequeña colina y el agua, este año sí, del pantano, me lleva a su recta, a traspasar esa línea donde ya me esperan la mayoría de los míos.
Y después, ya vinieron todas esas cosas que nos hacen ir a correr; esos momentos que tanto nos unen.
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