Pequeño, acogedor. Apuro los
últimos momentos en escuchar los consejos de la organización; en charlas de
esto y de lo otro. Se acerca lo inevitable, ese ¡ya! que nos echa a la montaña,
altiva ahora en la lejanía. Con los aplausos, de la gente acogedora de ese
pueblo pequeño, nos vamos. El inicio, el camino en ligera subida, es agradable
al trote cochinero. Buena toma de contacto para ir cogiendo el pulso a la
carrera, y para ir descubriendo la belleza poco a poco, y para ir empezando a
disfrutar. Con mi tranquilidad, con la que me lleva a dar zancadas y pasos,
compartiendo conversaciones. “Hoy mi
misión es entrar en meta detrás de ti” me dice una de mis dos acompañantes.
“Ya” contesto, mientras esbozo una
ligera sonrisa. Ambos sabemos que eso no va a ser así. Andando, trotando.
Subiendo, llaneando. A mi cómodo ritmo llego al primer avituallamiento; paro lo
justo y me despido con un “hasta dentro
un rato”, que para mí será un rato largo. Con paso corto, mirando a lo
alto, empiezo a subir por la estrecha senda de la empinada ladera. Entre pequeños
pinos, que un día han una bonita subida, aunque no lograrán que sea menos dura.
Los bastones se clavan en la tierra, mientras las gotas de sudor resbalan por
mi cara, dejando algunas un sabor salado en mi boca. Ya solo, regulando el
esfuerzo, y viendo las bellas vistas. Gigantescas montañas, enormes valles. El
Espiguete y más al fondo el Curavacas. Toda mi soledad se llena de belleza,
mientras sigo atento a las señales, camino a la abertura de la roca. Trepo,
ayudado por la cuerda, agarrándome a esa cuerda colocada por amistad; sigo
subiendo, hinco las rodillas, clavo las manos en el suelo, y por fin el
cresteo. Un pequeño descanso refrescado por una brisa suave. Llega la bajada y
hace que fije la atención en cada paso, hasta que el bonito camino, que
trascurre entre robles, pasa a ser el protagonista. El segundo avituallamiento,
me da otro respiro. Desde aquí, Pedro rompe mi soledad. Pasos amigos para
compartir la interminable subida, con ese último tramo en zigzag que parece no
tener fin, y donde nos dan alcance Blas e Isabel. Y otra vez arriba, en la
puerta al otro valle, para dejarnos caer, por esa repetida pendiente, entre los
pequeños pinos. Ahora cuesta abajo. Con precaución, con temor y sin vergüenza,
alcanzo el último avituallamiento, el mismo en el que me había despedido con un
“hasta dentro un rato”. Y aquí estoy.
Y ahí están los mismos voluntarios, y con la misma sonrisa. Espero a mi
compañero Blas, para junto a él, ir descendiendo hasta alcanzar Besande, el
pequeño pueblo de gente acogedora, y cruzar su meta.
Termino
ya está mi historia, agradeciendo a José Manuel, su gran trabajo para
regalarnos esta bonita carrera, y al pueblo de Besande, por su gran acogida.
¡Enhorabuena amigo!
1 comentario:
¡¡¡Genial Saturnino!!! Si no es por ti,tus palabras,tus animos y tu onversacion, hubiera tirado la toalla. Eres muy grande, amigo!!!
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