La cuenta atrás retumba en la plaza del
Ayuntamiento de Cistierna. Del diez al uno, a voz en grito, espanta los miedos.
Todo pasa en un suspiro. Inicio la aventura; primeros metros de asfalto para encarar
la primera cuesta, estrecha y empinada, que pone a los corredores en una
apretujada fila de a uno. “No se va mal
así”, pero poco dura ese cómodo transitar, lo que se tarda en coger la
ancha pista, con la que empezamos el vaivén de bajar y subir. Bajar corriendo,
subir andando. La ermita de San Guillermo acaba con la anchura del camino y nos
vuelve a la senda. Entre pinos. A su sombra. Hacia arriba entre pinos. Asciendo
con tranquilidad. “He venido a sufrir lo
menos posible”, la idea grabada a fuego en mi cabeza. Se acaban los pinos y
sigo subiendo, ya sin protección y a merced del sol. La montaña se empieza a
mostrar. Bella. Altiva. La silueta de los corredores, se recorta en el paisaje
en ese punto que separa el subir del bajar, el andar del correr. Ante mí, esa
pequeña bajada alfombrada de verde pradera, que cómodamente me lleva al primer
avituallamiento. Recarga de pilas, breve charla, intercambio de ánimos con
Miguel Bernardo y a seguir subiendo. Poco a poco dejo la verde alfombra, la
senda, y ahora la roca marca el camino hasta el primer pico. Una rápida mirada
a mí alrededor para disfrutar del entorno. Breve, lo justo para llenar los
pulmones de aire limpio, puro, y poner rumbo a la segunda cima. Tras una
pequeña bajada, continúo el paseo por tupidos pastizales, la vista se pierde a
izquierda y derecha, a derecha e izquierda, hasta llegar a los pies de la gran
subida. Un mar de rocas desnudas nos introduce en un mundo ficticio, nos aleja
de la realidad, nos va dejando a solas con la naturaleza, subir, trepar, sin
tregua, hasta arriba; hasta donde el mundo parece mágico. Una vez en lo más
alto, con el resuello entrecortado, pienso que ha merecido la pena escaparse a
la montaña y poder disfrutar del paisaje. Cientos de formas y miles de colores
lo llenan todo. Sigo entre las rocas, ahora toca bajar con precaución, “bajada
peligrosa” se lee en el cartel, “cuidado con la bajada” me dice un voluntario.
Y tengo cuidado; y bajo el sinuoso sendero que se adivina, con la tensión y el
miedo del que tiene miedo. Con la mirada al suelo apenas me doy cuenta de que
la empinada pendiente ha terminado, ahora toca llanear un poco y relajar la
tensión que se ha acumulado en las piernas. Todo a mí alrededor es merecedor de
la mejor de las fotos. No podía durar mucho este transitar relajado, y otro
cartel de “bajada peligrosa” me pone en alerta; por delante la fuerte bajada,
sombría, resbaladiza, que un día es arrollo y otro senda; hoy le toca se senda.
Una cuerda hace que el descenso sea más seguro, y llegue al segundo
avituallamiento sin contratiempos. Otro encuentro con Miguel Bernardo, otra
pequeña charla, hidratación y nos vamos juntos, pero cada uno a su ritmo. Nos
alejamos en las subidas y nos acercamos en las bajadas. Un pequeño sendero nos
deja en el camino forestal que recorre el bosque de pinos. Un descanso que
permite trotar, pero claro se me
olvidaba que estábamos en la montaña, y aquí lo bueno dura poco, “Pico Los Rejos”
indica el letrero, ante un pequeño sendero que, como no podía ser de otra
manera, va hacia arriba. Un último avituallamiento y a ascender por la verde
senda hasta lo alto del último pico, y desde allí todo bajada. Pero no nos
olvidemos de donde estamos: Bajar no resulta fácil. Pedregales y sendas
complicadas para un cuerpo que ya nota la fatiga. Ahora ya con la compañía de
Miguel, recorro los últimos kilómetros, atrás queda la montaña y la soledad.
Entramos en Cistierna, ya está, lo tenemos, últimos metros para cruzar la meta
con las manos unidas, para rendir un merecido homenaje.
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