lunes, 5 de octubre de 2015

VII Carrera Benéfica “Los Calderones”: Mi historia



A mí alrededor todo lo veo negro. Las nubes cubren el cielo y dejan escapar, sin pudor, su carga en forma de lluvia. Se acerca la hora de la salida. Pocos calientan, siendo la mayoría los que se refugian del agua bajo las pequeñas carpas que rodean el arco de salida. Junto a mis compañeros Cristina y Óscar, doy pequeños saltos sobre el terreno, es mi calentamiento. Vamos que nos vamos. Nos situamos bajo el arco de salida, y como si todo estuviese programado, la lluvia cesa. Preparados, listos y un largo silbido como señal de que quedamos a expensas de la montaña. Que Dios reparta suerte.
Correr para calentar, hasta que me topo con la primera cuesta, que no tarda en llegar, para empezar a andar. Dejo Otero de las Dueñas con las ganas de volver a verlo pronto. Subir andando y correr cuando pueda. La carrera ya la veo desde atrás, no porque me guste esa vista, sino porque no puedo ir más deprisa. La niebla no se esconde, y a cada paso me meto más en ella. Apenas media hora es lo que el agua nos ha dado de tregua, volviendo a caer sobre los corredores. Subir y llanear entre pinos y robles, entre lluvia y niebla. Casi sin darme cuenta llego al primer avituallamiento, breve parada, dos sorbos de agua, y continúo. La verdad es que no apetece nada parar. El movimiento hace que el cuerpo no se enfríe. Vuelta a la carga. Más subida, lo peor aún por delante. Las sensaciones hasta ahora son buenas. Sigo a un grupo de tres corredores, con lo que me rodea no me apetece nada quedarme solo, y por detrás no veo a nadie, lo que hace que no me duerma en los laureles. Sigo subiendo, faltaría más. Los árboles, que tantas veces protegen del caluroso sol, hoy castigan mojándonos dos veces. Me distraigo por unos momentos viendo la cortina de gotas que caen de la visera mi gorra. No está resultando fácil. El segundo avituallamiento es más breve que el anterior, lo justo para saber que ahora empieza lo bueno. Seguimos en grupo, rodeado de una niebla que apenas regala diez metros de visión. Subimos la roca, escalamos, resbalamos, trepamos la empapada ladera como buenamente podemos. Una hierba, una piedra, cualquier cosa es buena para agarrarse. Antes de dar un paso fijamos el anterior. Subimos y subimos, uno detrás de otro, se acaba la senda, los arbustos nos rodean, nos cierran todas las vías. Salta la alarma, no vemos señales, nos hemos despistado del camino. Por no decir que estamos perdidos. Con todos los sentidos alerta, volvemos sobre nuestros pasos. Hemos caído en la trampa de la montaña: la niebla. Encontramos las señales y recobramos la buena senda, mientras de nuestras caras va desapareciendo la preocupación. Nadie ha tenido la culpa, solo nosotros. Debemos hacer un esfuerzo, no por recuperar el tiempo perdido, este es irrecuperable, sino de concentración.
Otra vez toca trepar para llegar a las trincheras; camino por ellas, silba el viento, y el mar de niebla no me deja ver la belleza que un día vieron sus defensores. El frío se ha apoderado de mi cuerpo y solo pienso en huir de allí. El ambiente gélido se hace insoportable en el “cresteo” de la cima. No siento mi cuerpo, me ha abandonado. Mi acompañante, Rubén, me deja unos guantes, que a duras penas soy capaz de poner. El viento acuchilla un cuerpo indefenso. Bordeamos una pequeña roca que nos emboca hacia la otra vertiente, al resguardo del aire, y empezamos el descenso ladera abajo. A medida que bajo el calor va invadiendo mi cuerpo. Sendas y caminos que nos llevan a esa vieja cancilla de hierro, tras la que se nos muestra el desfiladero de Los Calderones. Recorro, su pasillo rodeado de impresionantes muros de roca, con prudencia para evitar un inoportuno resbalón. Rubén me hace de guía. Ahora el camino a Piedrasecha se hace agradable, con la sensación de que lo peor ya lo hemos dejado atrás. Encontramos a Luismi que, sorprendido, se une al grupo. Mientras corremos hacia el pueblo le contamos nuestro peregrinar. Llegamos al último avituallamiento, donde reponemos fuerzas, para continuar con la última de las subidas, el alto de Ambasaguas. Paso a paso, casi en silencio, hasta lo alto, y desde ahí, zancada a zancada. Correr ahora es lo fácil. Allí abajo, entre pinos, se nos asoma Otero de las Dueñas. Qué bonita visión. Las ganas de llegar mueven unas piernas encaminadas a la meta, hacia un merecido final. Los tres juntos recorremos los últimos metros, los tres juntos cruzamos la meta.
foto cortesía: Luismi-Recreo Running
Mojado, cansado, con el frio metido en el cuerpo, pero contento con la carrera que he hecho. Me reúno con mis compañeros Cristina, con su copa de 2ª clasificada femenina en la mano, y Óscar, me cambio de ropa, y rumbo a León en busca de una bien ganada ducha de agua caliente.
Y está es la historia de una carrera que pudo acabar mejor, pero que también pudo terminar peor.

1 comentario:

Halfon dijo...

Una ventura, nada mas facil que perderse en una ladera complicada y en medio de la niebla y en grupo, pero está bien lo que bien acaba.

Un fuerte abrazo