A mí alrededor todo lo veo negro. Las nubes cubren
el cielo y dejan escapar, sin pudor, su carga en forma de lluvia. Se acerca la
hora de la salida. Pocos calientan, siendo la mayoría los que se refugian del
agua bajo las pequeñas carpas que rodean el arco de salida. Junto a mis
compañeros Cristina y Óscar, doy pequeños saltos sobre el terreno, es mi
calentamiento. Vamos que nos vamos. Nos situamos bajo el arco de salida, y como
si todo estuviese programado, la lluvia cesa. Preparados, listos y un largo silbido
como señal de que quedamos a expensas de la montaña. Que Dios reparta suerte.
Correr para calentar, hasta que me topo con la
primera cuesta, que no tarda en llegar, para empezar a andar. Dejo Otero de las
Dueñas con las ganas de volver a verlo pronto. Subir andando y correr cuando
pueda. La carrera ya la veo desde atrás, no porque me guste esa vista, sino
porque no puedo ir más deprisa. La niebla no se esconde, y a cada paso me meto
más en ella. Apenas media hora es lo que el agua nos ha dado de tregua, volviendo
a caer sobre los corredores. Subir y llanear entre pinos y robles, entre lluvia
y niebla. Casi sin darme cuenta llego al primer avituallamiento, breve parada,
dos sorbos de agua, y continúo. La verdad es que no apetece nada parar. El
movimiento hace que el cuerpo no se enfríe. Vuelta a la carga. Más subida, lo
peor aún por delante. Las sensaciones hasta ahora son buenas. Sigo a un grupo
de tres corredores, con lo que me rodea no me apetece nada quedarme solo, y por
detrás no veo a nadie, lo que hace que no me duerma en los laureles. Sigo
subiendo, faltaría más. Los árboles, que tantas veces protegen del caluroso
sol, hoy castigan mojándonos dos veces. Me distraigo por unos momentos viendo
la cortina de gotas que caen de la visera mi gorra. No está resultando fácil.
El segundo avituallamiento es más breve que el anterior, lo justo para saber
que ahora empieza lo bueno. Seguimos en grupo, rodeado de una niebla que apenas
regala diez metros de visión. Subimos la roca, escalamos, resbalamos, trepamos
la empapada ladera como buenamente podemos. Una hierba, una piedra, cualquier
cosa es buena para agarrarse. Antes de dar un paso fijamos el anterior. Subimos
y subimos, uno detrás de otro, se acaba la senda, los arbustos nos rodean, nos
cierran todas las vías. Salta la alarma, no vemos señales, nos hemos despistado
del camino. Por no decir que estamos perdidos. Con todos los sentidos alerta,
volvemos sobre nuestros pasos. Hemos caído en la trampa de la montaña: la
niebla. Encontramos las señales y recobramos la buena senda, mientras de
nuestras caras va desapareciendo la preocupación. Nadie ha tenido la culpa,
solo nosotros. Debemos hacer un esfuerzo, no por recuperar el tiempo perdido,
este es irrecuperable, sino de concentración.
Otra vez toca trepar para llegar a las
trincheras; camino por ellas, silba el viento, y el mar de niebla no me deja
ver la belleza que un día vieron sus defensores. El frío se ha apoderado de mi
cuerpo y solo pienso en huir de allí. El ambiente gélido se hace insoportable
en el “cresteo” de la cima. No siento mi cuerpo, me ha abandonado. Mi
acompañante, Rubén, me deja unos guantes, que a duras penas soy capaz de poner.
El viento acuchilla un cuerpo indefenso. Bordeamos una pequeña roca que nos
emboca hacia la otra vertiente, al resguardo del aire, y empezamos el descenso
ladera abajo. A medida que bajo el calor va invadiendo mi cuerpo. Sendas y
caminos que nos llevan a esa vieja cancilla de hierro, tras la que se nos
muestra el desfiladero de Los Calderones. Recorro, su pasillo rodeado de impresionantes
muros de roca, con prudencia para evitar un inoportuno resbalón. Rubén me hace
de guía. Ahora el camino a Piedrasecha se hace agradable, con la sensación de
que lo peor ya lo hemos dejado atrás. Encontramos a Luismi que, sorprendido, se
une al grupo. Mientras corremos hacia el pueblo le contamos nuestro peregrinar.
Llegamos al último avituallamiento, donde reponemos fuerzas, para continuar con
la última de las subidas, el alto de Ambasaguas. Paso a paso, casi en silencio,
hasta lo alto, y desde ahí, zancada a zancada. Correr ahora es lo fácil. Allí
abajo, entre pinos, se nos asoma Otero de las Dueñas. Qué bonita visión. Las ganas
de llegar mueven unas piernas encaminadas a la meta, hacia un merecido final.
Los tres juntos recorremos los últimos metros, los tres juntos cruzamos la
meta.
Mojado, cansado, con el frio metido en el
cuerpo, pero contento con la carrera que he hecho. Me reúno con mis compañeros
Cristina, con su copa de 2ª clasificada femenina en la mano, y Óscar, me cambio
de ropa, y rumbo a León en busca de una bien ganada ducha de agua caliente.
foto cortesía: Luismi-Recreo Running |
Y está es la historia de una carrera que pudo
acabar mejor, pero que también pudo terminar peor.
1 comentario:
Una ventura, nada mas facil que perderse en una ladera complicada y en medio de la niebla y en grupo, pero está bien lo que bien acaba.
Un fuerte abrazo
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